15 Noviembre de 2001 – Diario de Jerez –
Juan Montes Pina –
Ha sido un gran acierto organizar una Exposición que sirva de homenaje a Juan Montes, el creador, con la colaboración inestimable de Manolo Valle y Rafael Virués de Segovia, de “Proyectos Gráficos Mamelón”, la empresa que revolucionó el diseño gráfico… La pena es que se organice siguiendo la tradición histórica mejor cumplida en España, ya fallecido Juan. Este es el país de los grandes entierros. Nos gustan más las apoteósicas ovaciones el día de la muerte, que el sencillo reconocimiento en la vida. Para ninguna nación como para España parece escrita la frase final del Edipo, de Sófocles, cuando dice “a ningún mortal que esté aún en espera del último día, llaméis jamás feliz”. Por eso los Toros son nuestra Fiesta Nacional: en España, como en el volapié, la hora de la muerte es la “hora de la verdad”.
Físicamente, destacaré dos rasgos de Juan Montes que demuestran que su destino no podía ser otro que el arte y, que el principio, “operatio esse sequitur”, constituye una gran verdad: nuestro físico predispone nuestra vocación. Primero, su cara, que podría haber resultado casi anónima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y enérgicos; ojos para imaginar y para resolver lo imaginado. Y en segundo lugar, sus manos; manos ágiles, ineluctablemente diseñadas para el dibujo, porque nunca sosegaba… La conclusión es sencilla: de unos ojos creativos y unas manos trajiñeras, sólo puede salir un artista… Y al gozo del dibujo se entregó Juan Montes durante toda su vida.
No es fácil el dibujo. Para ser dibujante hay que saber “ver” las cosas; capacidad que, en contra de lo que pudiera pensarse, poseen muy pocas personas. Cuando los hombres de ciudad vemos una besana de trigo, en nuestra retina se fija tan sólo lo estético: la cadencia y el cálido color encerado de las espigas. La mirada del campesino, es mucho más rica y experta; atiende también -y sobre todo- a cuánto se curvan; porque esa inclinación dice lo esencial de las espigas: la cosecha que cobijan. Por eso, cuando decimos que no tenemos mano para el dibujo, decimos mal. En realidad, lo que nos falta es “vista”. El dibujante ha de ver más allá de la impresión. Debe tener, cuando dibuja un campo, vista de campesino…
Y si para ser dibujante hay que saber ver las cosas, para ser un creador hay, además, que verlas más allá de su apariencia material. Cualquiera es capaz de reconocer en la forma de un sillón, su función: el descanso. El creador, sin embargo, descubre algo mucho más profundo: su sentido humano. En el respaldo recto, ve la espalda; en las orejeras, la cabeza; en los brazos, los del hombre; y en el asiento, las caderas y los muslos acogidos. Más aún, ve en sus dimensiones y su morfología el tamaño de nuestros huesos y cómo son nuestras articulaciones… Sin la capacidad de ver, no la función, sino el sentido de las cosas, nadie es capaz de crear. Pues bien, Juan Montes, espléndido dibujante, se distinguía de otros espléndidos dibujantes, en esto que hemos dicho: en su capacidad de ver en las cosas, no sólo su cometido, sino su significación. Por eso sus etiquetas para las botellas fueron distintas a las que hasta entonces se imprimían. Supo ver que, ciertamente, una etiqueta tenía la función de proclamar la clase y las características organolépticas de un vino, pero, que su sentido era mucho más profundo; debía reflejar el espíritu de ese vino. De la misma manera que Santo Tomás sostenía, en relación con el alma, que es creada «in ordine ad corpus”, la etiqueta debe diseñarse, crearse, según el espíritu del producto que proclama; si es vino viejo, trasminando solera; si es vino fino, claridad y gozo; si es brandy, sosiego…
Para los técnicos en publicidad de nuestros días, esto que acabo de expresar constituye una obviedad… Ahí se encuentra el mérito de Juan Montes: que él lo dijo -y o hizo- cuando a la inmensa mayoría de los diseñadores gráficos, esa originalidad les parecía una extravagancia… Precisamente por eso, su obra. merece una Exposición y la de quienes criticaron su estilo nuevo, sólo el olvido.
Jesús Rodríguez